Recuperando el espacio
La última vez que pisé el cine de Burzaco fue hace más o menos 20 años. Creo que tenía 11 o 12 años y en plena época de vacaciones de invierno fui con un amigo de la primaria a ver la primera película de Porcel sin Olmedo. Volver al viejo cine San Martín –ahora Espacio INCAA dedicado a la difusión de cine argentino- fue una mezcla de alegría y nostalgia; la cola para sacar la entrada, la espera en el hall, el vértigo cada vez que uno alza la mirada hacia el altísimo cielo raso de bloques grises. Todo eso seguía intacto. Sólo faltaron el puestito de golosinas y el acomodador que guiaba con su linterna una vez que la sala se consumía en oscuridad. Se me ocurre que el paso del tiempo es irremediable en ese aspecto. Nada jamás volverá a ser como antes. Y más si se tiene en cuenta lo que vino después: el menemato y con él, la desaparición de los cines de barrio a manos de las grandes exhibidoras y los shoppings, producto de un capitalismo sin fronteras y un mercado globalizado.
“Veinte años no es nada” dice el tango y se equivoca. Y vaya si lo ha sido para nuestra cultura: la carpa blanca enclavada frente al Congreso como emblema de una escuela pública bastardeada. Indiferencia absoluta para con un estado cada vez más retirado del ámbito social, que cedió su lugar a la lógica mercantilista de la ganancia rápida y la especulación financiera de los 90. El espacio público devino privado e instituciones que sobre la base de la solidaridad y la cooperación históricamente fortalecieron los vínculos sociales, poco a poco perdieron protagonismo: sindicatos, partidos políticos, el barrio en tanto espacio comunal, las sociedades de fomento, el almacén y el cine local son un claro ejemplo.
En el caso del cine argentino las cifras hablan por sí solas. Entre 1989 y 1994 se produjeron en total 76 películas (sólo 10 en 1992, la menor cifra de la historia), la producción nacional retrocedió a los niveles de 1935 y 1936 y quedó muy relegada respecto de la máxima histórica de 58 estrenos en 1958. De los 2190 grandes cines que funcionaban en 1950 o las 996 salas que existían en todo el país en 1980, sólo quedaron 280 para 1992. Con un dato no menor: las principales damnificadas fueron las salas de provincia y las barriales que se transformaron en templos evangélicos y bingos, fiel ejemplo de una “economía casino” dominada por el “sálvese quien pueda” y los capitales golondrina.
Para 1994 poco más de 300.000 espectadores concurrieron a las salas a ver cine argentino. Número insignificante si tomamos en cuenta a los casi tres millones y medio de espectadores que sólo en 1975 vieron “Nazareno Cruz y el lobo”. Esta merma en la asistencia a las salas obedeció en buena medida al fuerte incremento en el valor de las entradas que pasaron a ser diez veces más caras (0,75 centavos en 1989 a 7 dólares en 1994). De esta manera los sectores populares fueron los grandes ausentes en las salas durante la primera parte de los 90.
Ahora bien, más allá de de los datos y las cifras, que por otra parte no dejan de ser números, la pregunta que cabe hacernos sería si es realmente importante contar con un cine en Burzaco o en cualquier otro punto geográfico del país. Y la respuesta es un sí rotundo. Sin dudas el uso más generalizado del cine es el entretenimiento, pero también cumple una función social como museo de imágenes en movimiento, como patrimonio cultural que contribuye a retratar una visión del mundo, permitiendo reconocernos en eso que vemos y definir una identidad que hace a nuestra historia y a nuestra memoria como pueblo. En definitiva, todo tiene que ver con el compromiso. Compromiso del estado que debe respaldar con políticas culturales el sostenimiento y la multiplicación de estos espacios. Y más importante aún, el compromiso de nuestra comunidad que debe defender y apoyar estos centros de promoción cultural y unirse para impedir que sus puertas vuelvan a cerrarse nuevamente.
jueves, 5 de agosto de 2010
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